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viernes, 6 de noviembre de 2009

LA METAFISICA Y LA REALIDAD


Un pensamiento filosófico que rechazase cualquier apertura metafísica sería radicalmente inadecuado para desempeñar un papel de mediación en la comprensión de la Revelación

La metafísica general clásica familiariza con conceptos, tesis y argumentos que conforman el esqueleto del saber más elevado que el hombre puede alcanzar con la observación de la realidad.

Parece que para la mayoría de las personas, en su actividad diaria, no se necesita un conocimiento muy profundo de la metafísica, y sí quizá otros saberes que se alejan más o menos de ella. Parece, en apariencia al menos, que no hay nada que hacer con la diferencia entre los conceptos y las propiedades trascendentales o con las relaciones entre ser y ente...

Circulan muchos tópicos relativos a la inanidad del saber.

Sin embargo, no es tan fácil deshacerse de la reina del saber. Por perdidos que un hombre se haye en un rincón olvidado e inculto del Globo, la metafísica seguirá siendo una necesidad. No quizá con una necesidad tal que requiera una dedicación exclusiva y permanente, pero sí con una verdadera y cabal necesidad, También para los hombres con Fe .

Se señalan cuatro razones de ello.

- En primer lugar, y como ha subrayado el mismo Kant, la metafísica constituye una inclinación natural del espíritu humano. Que sea inclinación natural implica que es algo positivo e ineludible. El hombre tiende a la metafísica como la piedra tiende al centro de la Tierra. Todo hombre, por su propia naturaleza y constitución, desea saber, y saber no cualquier cosa y ya está, sino saber sin límites y, por tanto, saber lo último que se puede saber, lo último de la realidad.

La satisfacción posible de esa tendencia es la metafísica. La fe no apaga esa sed ni la sacia, porque la fe es otra cosa. La fe no ofrece un conocimiento de las ultimidades del ser, sino de la intimidad de Dios y de su acción salvadora.

Más bien, por el contrario, la fe excita ese deseo. En cualquier hombre medianamente concienciado y con sentido de transcendencia, difícilmente puede evitar el brotar de las inquietudes metafísicas. Las inquietudes metafísicas florecen fácilmente al abrigo del sincero fervor religioso. Diría que se lleva reduplicativamente clavado el aguijón metafísico: porque se es hombre y porque se es creyente.

- En segundo lugar, la necesidad para los hombres de Fe de la metafísica deriva también de la posibilidad de que en su tareas van a tratrar con intelectuales, católicos o no. Las posibilidades de diálogo con ellos, y de influencia en ellos, pasa por que se comprenda lo que son.

El intelectual (el verdadero intelectual, no los "intelectuales oficiales" de los media), y de manera más plena si es metafísico, es quien ha tenido la oportunidad de desarrollar aquella inclinación natural al saber y que, como he dicho, se da en todo hombre. Comprender al intelectual exige comprender la raíz que en la naturaleza humana tiene el ansia por alcanzar la verdad acerca de los fundamentos. Comprender esa raíz, y aprobar esa tendencia como don que es del Creador. Respetar la peculiaridad del intelectual requiere valorar como querida por Dios el hambre de sabiduría. Por eso, evangelizar y llevar a Dios al intelectual requiere, por parte de los pastores de la Iglesia, un sincero amor a la Verdad que se manifieste inmediata y rendidamente en un amor por las verdades que el hombre puede alcanzar por la ciencia.

- En tercer lugar, la metafísica será necesaria, si se puede hablar así, del mismo modo que es necesario el perfeccionamiento del mundo, la excelencia histórica del conjunto de la humanidad. No todos deben dedicarse a la metafísica, pero sí todos deberíamos desear que haya metafísica en el mundo.

La salud de la sociedad redunda en beneficio de todos sus miembros. La existencia de la metafísica en una sociedad es signo claro de su salud. La metafísica es como la cima, como la guinda del pastel. Es la última obra, la más elevada, que la humanidad puede realizar. Por ello, señal definitiva de la auténtica riqueza humana de una sociedad, medida cabal de la verdadera altura de los tiempos.

Lo dice Hegel, en una página admirable de su obra, cuando compara la existencia de un pueblo culto sin metafísica con "un templo con múltiples ornamentaciones pero sin sanctasanctórum"(1). No puede haber cultura (es decir, desarrollo pleno de lo humano) sin metafísica.

Es lógico. Si admitimos la inclinación natural del hombre al saber, y si admitimos que esa inclinación es la más propiamente humana, por ser la que, entre todas las inclinaciones naturales del hombre, más directamente dependen de su índole específica; si se admiten ambas cosas, la efectiva existencia de la metafísica, por ser cumplimiento de esa inclinación esencial, significa que el hombre se ha realizado en sus más profundos anhelos, significa que el hombre ha alcanzado su plenitud mundana. Un mundo con metafísica es un mundo en el que el hombre ha alcanzado su máximo desarrollo histórico.

- En cuarto lugar, la metafísica es necesaria como instrumento de la Iglesia para elaborar la teología. Lo dice con rotunda claridad Francisco Suárez: "La teología sobrenatural y divina se apoya, es cierto, en las luces de Dios y en los principios revelados; pero, como se completa con el discurso y el raciocinio humano, también se ayuda de las verdades que conocemos con la luz de la razón, y se sirve de ellas como de auxiliares e instrumentos para perfeccionar sus discursos y aclarar las verdades divinas.

"Y entre todas las ciencias de orden natural hay una, la principal de todas -se llama filosofía primera-, que presta los más importantes servicios a la sagrada teología, no sólo por ser la que más se acerca al conocimiento de lo divino, sino porque explica y confirma aquellos principios naturales, que a todas cosas se aplican, y en cierto modo aseguran y sostienen toda ciencia" (2).

Lo dice la Iglesia de todos los tiempos, como el propio Juan Pablo II en la reciente encíclica Fides et ratio: "un pensamiento filosófico que rechazase cualquier apertura metafísica sería radicalmente inadecuado para desempeñar un papel de mediación en la comprensión de la Revelación".

"La palabra de Dios se refiere continuamente a lo que supera la experiencia e incluso el pensamiento del hombre; pero este «misterio» no podría ser revelado, ni la teología podría hacerlo inteligible de modo alguno, si el conocimiento humano estuviera rigurosamente limitado al mundo de la experiencia sensible. Por lo cual, la metafísica es una mediación privilegiada en la búsqueda teológica. Una teología sin un horizonte metafísico no conseguiría ir más allá del análisis de la experiencia religiosa y no permitiría al intellectus fidei expresar con coherencia el valor universal y trascendente de la verdad revelada"(3).

Tan es así que lo contrario, es decir, una teología sin metafísica, es una teología en el aire y un puro imposible, como un círculo cuadrado o un hierro de madera. Porque el desarrollo de la fe, en forma de teología, no es posible sino en continuidad con las exigencias naturales de nuestra razón. La fe sólo puede crecer si se reconoce como prolongación o ampliación de la razón natural. La fe no crece contra la razón, del mismo modo que la gracia no prospera en oposición a la naturaleza del hombre, por herida que ésta se encuentre por el pecado. La gracia sana y eleva nuestra naturaleza; no la sustituye ni la destruye. Igualmente, la fe complementa a la razón, la hace capaz de mayores profundidades, y se apoya en ella.

Por consiguiente, ha de afirmarse con toda rotundidad que la Iglesia no crecerá al margen del saber, no puede crecer de espaldas a la verdad. Todo lo humano es nuestro, porque todo lo creado es propiedad de Cristo, nuestro hermano mayor. Así que el grito de homenaje al saber, a la ciencia, a la luz, es patrimonio cristiano. Las tinieblas y el oscurantismo son la propiedad de los racionalistas, de quienes niegan la posibilidad de la fe.

Por eso mismo, la profanación de la Catedral de París por los revolucionarios en noviembre de 1793 ha de considerarse como un paso atrás, como un homenaje a lo inhumano y a lo irracional. Si nuestro Dios Vivo es padre de toda verdad, si nuestro Dios nos da, con la fe, el ansia de saber más, cuando los revolucionarios lo expulsaron de Notre-Dame expulsaron con Él a la Razón misma. Entronizaron a las tinieblas. Hoy, cuando la Catedral de París ha vuelto a ser la casa de Dios, ha llegado a ser realmente el trono de la Razón. Los cultos que en ella se ofrecen a Dios son alabanza a la Razón. Somos los cristianos quienes hoy y siempre podemos decir, por encima de cualquier otro creyente, que amamos a la razón y al saber por encima de todo. Podemos gritar que amamos apasionadamente a la razón.

Juan Pablo II, en la encíclica Fides et ratio, reconoce que algunas elaboraciones teológicas modernas adolecen de falta de fundamento metafísico. Por mi parte, entiendo que no pocas de esas defectuosas teologías lo son porque han pretendido tomar como instrumentos filosóficos doctrinas cuyo principal mérito, si no único, es el de ser modernas. Es el caso de las teologías fundadas en el historicismo o en la pura hermenéutica, por no hablar de las teologías que pretendieron armarse filosóficamente con Marx o con Nietzsche.

El prurito de ser modernos por encima de todo, de "estar a la altura de los timpos", ha desembocado en un amplio desconcierto de la filosofía cristiana y, consecuentemente, de la propia teología. Un ejemplo de ello puede verse en lo que en su tiempo pretendió el Card. Mercier en Lovaina, que consistió en la elaboración de una filosofía en la que se conciliaran las tesis de Santo Tomás de Aquino y de Kant. Algunos dijeron que esa hibridación era un imposible (como la del oso y la hormiga en un oso hormiguero); otros, por no querer ser tomistas y por querer ser modernos, aplaudieron el plan. La consecuencia ha sido ruinosa; en efecto, si se consideran en sus fundamentos, las filosofías de Kant y de Santo Tomás son inconciliables.

Como son inconciliables, por otra parte, las filosofías de Tomás de Aquino y de Heidegger, a pesar de lo que ha pretendido K. Rahner (con el más que justificado disgusto de tomistas como C. Fabro, mucho mejor documentado y algo más coherente).

En estos tiempos revueltos nos encontramos en medio de una lucha cultural. Lo que la fe pide es amor a la verdad y, por lo tanto, el bando del cristiano es el del saber y la ciencia. La ignorancia es enemiga de la fe.

Por eso, tengamos la audacia de alzarnos a lo alto de la especulación, a lo más elevado del saber, a las cumbres en las que habita la metafísica.

José J. Escandell

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